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jueves, 6 de marzo de 2014

CHARLOT: LOS PRIMEROS CIEN AÑOS DE LA ETERNIDAD

No hay duda de que este año 2014 es un año de efemérides. Sobre todo oímos hablar del tricentenario de la caída de Barcelona en 1714 y del estallido de la I ª Guerra Mundial. Pero también hay algunos, pocos, que cuando piensan en el año 14 , no puede evitar pensar que en 1914 un joven de 24 años que había empezado a destacar en el teatro de variedades se dejó convencer para pasarse al mundo del cine, un mundo que todavía estaba buscando su forma propia para contar historias.

Aquel joven llevaba toda su vida sobre los escenarios y se adaptó rápidamente al slaptstick, la comedia de persecuciones, porrazos y pasteles de nata en la cara, pero él sabía que el ritmo frenético y la improvisación propias de las películas de la compañía Keystone, no le dejaban desarrollar plenamente todo su talento.

Pero fue justamente fruto de aquella improvisación que inventó un personaje a su medida que resultaría también hecho a la medida del cine mudo (entonces simplemente cine). Removiendo los almacenes del estudio, se probó un sombrero de bombín, una chaqueta estrecha, unos pantalones anchos, unos zapatos enormes, un bastoncillo y un bigotito. En su tercera aparición en la pantalla, aprovechando el escenario real de una carrera de automóviles, Charles Spencer Chaplin ya apareció caracterizado como el personaje más popular que haya habido nunca. En febrero de 1914 nació Little Tramp, el entrañable vagabundo, Charlot.



El éxito de Charlot fue prácticamente inmediato, aquel personaje que había resultado del todo indiferente a los espectadores de aquella carrera, convertiría a Chaplin en el hombre más famoso del mundo en tan sólo dos años. Pronto Chaplin pudo dirigir sus películas y poner, tanto la cámara como el nuevo personaje, al servicio de sus grandes dotes como actor. Se creó una simbiosis perfecta entre un actor, que dominaba como nadie el arte de la pantomima, un personaje con el que todo el mundo podía sentirse identificado, y un director perfeccionista que controlaba meticulosamente la puesta en escena. Los tres es ganaron rápidamente el aplauso unánime de espectadores y críticos, de ricos y pobres, de niños e intelectuales de todo el mundo.

Las películas se fueron alejando del puro slapstick a medida que Chaplin pudo controlar el ritmo. Cada vez le dedicaba más tiempo a la depuración de los gags, y la cámara se tomaba más tiempo y se acercaba para mostrar las emociones. El éxito permitió a Chaplin, además de dirigir, controlar también la producción y la distribución, pudiendo dedicar meses de preparación y de rodaje en unos largometrajes en los que combinaba la comedia y el melodrama.


El vagabundo

Fue en The tramp (1915) que Charlot pasó a ser definitivamente un vagabundo, incorporando muchos de los rasgos psicológicos que la acompañarían en adelante: su obsesión por mostrar una apariencia distinguida, y la incompatibilidad entre su carácter antisocial y sus aspiraciones románticas. El final de The tramp también se convertiría en un final característico para las aventuras del vagabundo: un final marcado por la renuncia sentimental, volviendo a emprender el camino solitario, sacudiendo un pie atrás para librarse del mal trago y recuperar su andar característico.


La elección del vestuario condicionó la personalidad del personaje. Un indigente que intenta aparentar cierta distinción, un inadaptado que se esfuerza en mantener cierta dignidad pese a rechazar la sociedad. Ese dualismo fue evolucionando junto con la complejidad y la longitud de las películas , y que acabó reflejando todas las miserias y las grandezas de la naturaleza humana , resultando un personaje perfectamente identificable para cualquier espectador del planeta .

La miseria y la marginalidad habían llevado al vagabundo a convertirse en un ser individualista y agresivo, pero que también era capaz de enternecerse ante los verdaderos desvalidos. Nunca se podía predecir si reaccionaría con cobardía o si se sublevaría violentamente, si se impondría el misántropo insolidario o el héroe romántico. Empeñado en mantener la dignidad en la pobreza, había aceptado su solitario destino y el maltrato de la sociedad, pero de vez en cuando, imprevisiblemente, reaccionaba contra la injusticia de forma airada. Su carácter subversivo, fue otro de los factores asociados a su enorme éxito. Los agentes de la ley o los que imponían su voluntad por la fuerza, siempre eran objeto de escarnio.

Como Chaplin, que necesitaba la libertad absoluta para crear, también Charlot era un espíritu libre, contrario a todo orden y autoridad, siempre fugitivo para no ser atrapado por la sociedad. Chaplin y Charlot se sublevaban contra una sociedad que quería masas dóciles y condenaba a la miseria a los inadaptados. Miseria que Chaplin conocía y mostraba en toda su crudeza. Antes de encontrar trabajo de actor, a los nueve años, el pequeño Charlie había vivido de cerca la pobreza extrema y la crueldad de las instituciones públicas victorianas. Su tortuosa infancia dickensiana en el East End de Londres, marcó toda su obra y quedó plasmada especialmente en películas como La calle de la Paz (Easy Street , 1917) o El niño (The kid , 1921).


Jackie Coogan interpretó el papel de un niño al que quieren separa
de su padre adoptivo, Charlot, para ser llevado a un hospicio.


La muerte de Charlot

El enorme éxito del personaje obligó Chaplin a encasillarse desde un principio, pero eso no le molestó, al contrario, todo el mundo quería Charlot, y el mismo Chaplin no fue una excepción. Su amor por el vagabundo le hizo hacer caso omiso a la evolución que tomaba el cine y que sólo adoptara los recursos técnicos que podía poner a su servicio. Por eso, cuando ya era evidente que el cine sonoro iba a reemplazar al mudo, Chaplin se resistió a hacer hablar a su pequeño vagabundo.

Bien es cierto que las limitaciones técnicas de los primeros filmes sonoros obligaban a un cierto retroceso en cuanto a capacidades narrativas, por ejemplo obligando a los protagonistas a hablar dirigiéndose a un gran jarrón con flores. Pero el verdadero motivo de los recelos de Chaplin, era que sabía que poner voz al vagabundo equivalía a sentenciarlo a muerte, pues su arte era en esencia, la pantomima .
Después de Luces de ciudad (1928 ) y Tiempos modernos (1933), en las que añadió banda sonora sin hacer hablar a los protagonistas, Chaplin ya no podía seguir oponiéndose a la evidencia de la imposición absoluta del sonoro Pero Charlot no podía sacrificarse si no era por una causa lo bastante elevada, y el ascenso del nazismo en Europa le ofreció una en bandeja de plata.

Adolf Hitler había nacido la misma semana que Chaplin y, además, había tenido la osadía de copiar el bigotito de Charlot. Chaplin se tomó aquello como una llamada del destino que no podía ser ignorada. En los primeros meses de 1939 ya tenía el guion de El Gran Dictador, que comenzó a rodarse apenas unas semanas después del estallido de la Segunda Guerra Mundial. En la película, Chaplin parodiaba a Hitler e interpretaba también a un barbero judío que vestía como Charlot, y que acabaría suplantando al dictador para hacer un discurso en el que el humanismo ocuparía el lugar del odio y la violencia.




El final de Charlot no sería, como en tantas otras ocasiones, un final abierto que lo mostraba alejándose despreocupado y solitario; alzaría su voz contra el totalitarismo y en favor de la paz y la esperanza. Pero, como explica Esteve Riambau[i], hay algo en el discurso final que no acaba de encajar, y es que, no es ni el dictador ni tampoco el barbero quien habla, es el mismo Chaplin quien alza la voz contra el nazismo, contra las consecuencias de la deshumanización de la que ya había alertado en Tiempos Modernos (1933 ).

Darle a Charlot el canto de cisne perfecto conllevó infinidad de problemas para Chaplin. Durante el rodaje recibió fuertes presiones por parte de la embajada alemana. Estados Unidos aún se mantenía neutral en el conflicto, y sus autoridades también presionaban para no crear problemas diplomáticos. Una vez terminada tuvo grandes problemas de distribución y fue prohibida en diversos países, entre ellos España. Además, la autocomplaciente sociedad norteamericana de posguerra, no seguiría tolerando la mirada crítica del cineasta, que se vio obligado a abandonar el país tras ser acusado de comunista por el macartismo.

Después de alcanzar la cima de la fama, Chaplin fue encadenando errores tanto en su vida pública como en la privada, pero no se equivocó nunca en lo que debía hacerle hacer a Charlot para convertirlo en un personaje que, por más años que pasen, seguirá haciendo al público reír, llorar e indignarse ante la injusticia. Ahora se cumplen los primeros cien años de la eternidad de Charlot.




[i] ESTEVE RIAMBAU, Charles Chaplin, Madrid: Cátedra, 2000, p. 333.