viernes, 6 de julio de 2012

Del mecanicismo a la religión económica (I)



En los años 70 del pasado siglo, el matemático y economista Nicholas Georgescu-Roegen, quiso cambiar el papel que en la teoría económica jugaba la naturaleza, relegada a ser una fuente infinita de recursos puesta al servicio del ser humano. El matemático y economista rumano criticó el hecho de que los economistas neoclásicos hubiesen adoptado un modelo mecanicista para explicar los procesos económicos.

El mecanicismo fue la concepción de la naturaleza que se impuso durante el siglo XVII según la cual, el Universo debe entenderse como un sistema mecánico, compuesto por materia y movimiento. Los seres naturales y los fenómenos físicos son como artefactos compuestos por partes más simples que se relacionan por causa y efecto, siguiendo un sistema de leyes que pueden ser descubiertas gracias al uso de la razón y las matemáticas.

Para Roegen, la mentalidad mecanicista es claramente identificable en el núcleo de la economía capitalista moderna. El pensamiento económico tradicional, tanto en su forma liberal como en la marxista, estudian los fenómenos de la realidad económica individualmente, como si fueran reversibles y tendieran a alcanzar puntos de equilibrio en los que se maximicen beneficios, utilidades o intereses individuales. La confusión de "desarrollo" y "crecimiento" es una de las principales consecuencias de esta mentalidad mecanicista que sólo tiene en cuenta lo que sea cuantificable.



Para el matemático y economista rumano, ya había llegado la hora de que en el ámbito de la economía se cambiara de paradigma como se había cambiado en el ámbito de las ciencias naturales con la aparición de la termodinámica y de las teorías de Einstein. Roegen encontró en la ley de la entropía una ley económica esencial, que le llevó a desarrollar los conceptos de "decrecimiento" y de “bioeconomía”,  y que fue de una gran influencia en el movimiento ecologista.

Resumiendo, lo que nos dice la ley de la entropía es que en todas las transformaciones energéticas se disipa energía (la energía disponible pasa a ser energía no disponible), y que toda transformación en el medio natural conlleva una degradación irreversible de los recursos. La Tierra no es un sistema cerrado, sino que intercambia energía con el resto del Universo, del mismo modo que la sociedad humana no está separada de la realidad física. Por estos motivos el ámbito económico no puede escapar de la irreversibilidad de los procesos químicos y hay que aceptar la existencia de unos límites para el crecimiento económico. Las sociedades se desarrollan, pero no crecen si no es en número de individuos; el crecimiento es algo propio de los seres vivos que nacen, crecen, se reproducen y mueren. A pesar de ello, la economía mecanicista se fundamenta en una ingenua creencia en el crecimiento perpetuo, que se olvida de la inevitable degradación de la materia i pèrdida de energía .

La obviedad de que no puede haber un crecimiento infinito en un sistema finito, que ya había aplicado en economía John Stuart Mill en el siglo XIX y que Roegen volvió a poner sobre la mesa hace más de cuarenta años, sigue sin ser aceptada hoy en día. ¿Por qué? En mi opinión la respuesta se encuentra en el hecho de que el pensamiento económico ya hace tiempo que se convirtió en una especie de pensamiento religioso, por lo que sus contradicciones e incongruencias no pueden ser aceptadas fácilmente ni por sus sacerdotes ni por sus fieles. La aparición de esta religión y la manera en que se extendió hasta dominar el mundo occidental también está íntimamente relacionada con el devenir del mecanicismo.

Los mecanicistas del siglo XVII descubrieron que la maravillosa máquina desmontable que era la naturaleza revelaba sus secretos siempre y cuando se supiera como observarla y descubrir las combinaciones aritméticas y geométricas entre sus partes. Desarrollaron una metodología para conseguirlo, y originaron así la Revolución Científica. La aplicación de la hipótesis mecanicista supuso grandes descubrimientos que cambiaron la imagen del mundo y del ser humano, chocando con las imágenes establecidas por los dictados de las Sagradas Escrituras siglos atrás. La Nueva Ciencia no se conformaba con poner en duda algunos de los postulados de la Iglesia, sino que también invitaba a adoptar una actitud crítica poco compatible con el dogma. Los librepensadores empezaron a abrazar formas de deísmo, panteísmo y ateísmo mientras soñaban las bondades de una sociedad libre de misticismo.

René Descartes (1596-1650) hizo grandes aportaciones a la ciencia mecanicista, pero también fue el principal responsable de su imposición en el plano ideológico. Se dio cuenta pronto de que la nueva ciencia mecanicista no casaba con la vieja metafísica aristotélica, y encontró la manera de darle un fundamento metafísico nuevo, creando la metafísica del sujeto e inaugurando así la filosofía moderna.



Descartes separó la parte a la que se podía aplicar la hipótesis mecanicista de la que no, el mundo material del espiritual. Ambas partes compartían una cosa, la racionalidad, esto es lo que permitía que a través de la razón geométrica se pudieran descubrir las leyes que regían la naturaleza. La existencia de un Dios benévolo garantizaba la racionalidad de la realidad y justificaba la fiabilidad del conocimiento científico. Esta capacidad específica del hombre, la racionalidad, sería la base de la creencia en la dignidad del hombre por encima de los otros seres. Una creencia heredada del humanismo renacentista que había situado al hombre en lo alto de la Creación.

El orden racional establecido en la Creación fue la base metafísica que permitió creer en la capacidad humana para dar un curso racional a la historia, y en la mejora continua de la sociedad en el aspecto económico, cultural y, sobre todo, moral. La idea cartesiana de una aplicación de la racionalidad técnica para la salud y el bienestar se complementó con el desarrollo de una conciencia histórica, dando lugar a la idea de progreso ilustrado. Los ilustrados eran conscientes de que estaban contribuyendo a un gran cambio histórico, un gran paso adelante en el progreso de la humanidad. La Enciclopedia fue su gran monumento al conocimiento. Pretendía ser su legado a las generaciones futuras, un punto de partida para la construcción de un futuro más racional más justo y feliz,  construcción que requeriría grandes cambios sociales y educativos. Para Kant, la moralización de los individuos a través de la educación llevaría a la perfección de la sociedad ya la paz perpetua. La fe ilimitada en la racionalidad, debilitó el poder ideológico de la autoridad religiosa y hizo que el Progreso fuera ocupando progresivamente el lugar del Absoluto.

Pero el desarrollo del capitalismo, entonces en su fase mercantilista, fue vaciando de contenido moral aquella fe en el Progreso. A pesar de los esfuerzos de algunos de sus primeros teóricos, como Adam Smith (1723-1790), la acumulación de riqueza se convirtió en la principal virtud, la que legitimaba las nuevas jerarquías sociales. Por este motivo la economía, que si bien en su nacimiento era una herramienta más para entender la sociedad, estuvo íntimamente relacionada con el poder político desde el primer momento y el padre de la fisiocracia F. Quesnay (1694-1774), era llamado por Luis XV "mi pensador" en la corte de Versailles.

Como explica Michel Onfray, la fisiocracia y su principal opositor, Adam Smith, compartían la idea principal de una armonía preestablecida, típica de los deístas ilustrados; la idea de que hay una voluntad divina que garantiza la perfección del mundo. [1] De ahí que el "Laissez-faire" de los fisiócratas concuerde tan bien con la idea de la "Mano invisible" de Smith. Estos primeros economistas dejaron formulada lo que sería la metafísica del capitalismo que poco a poco iría ganando posiciones entre las otras creencias dominantes en la sociedad occidental. La creencia en las bondades del libre mercado tan aceptada en la actualidad, no deja de estar fundamentada en aquella metafísica tan extendida entre los intelectuales del siglo XVIII y XIX, ya fueran católicos, protestantes o librepensadores. Dios garantiza que el egoísmo dejado en libertad conduce al bien común.

La fe en el dios benévolo se fue debilitando con el avance de una ciencia que aportaba luz a los misterios que habían obligado a abrazar la religión en el pasado; pero en la misma medida, también iba aumentando la importancia del capital y el poder de los nuevos sacerdotes, los economistas. Ese "Progreso" que habían deificado los ilustrados se fue sustituyendo paulatinamente por el "crecimiento económico". A partir de entonces dominó la creencia de que el crecimiento, y sólo el crecimiento, es lo que permite el progreso de una sociedad. Pero a diferencia de  aquel Progreso ilustrado que tenía unos horizontes definidos en las sociedades perfectas imaginadas por los utopistas, el crecimiento económico no tiene ninguno.

No es necesario volver a recordar la barbarie del nazismo o de las Guerras mundiales para constatar la falsedad de aquella antigua fe en el progreso moral de la humanidad, nos basta con hacer un poco de zapping para hacerlo. Sin embargo, se sigue creyendo ciegamente en el crecimiento económico como herramienta de mejora, pero ¿cómo será el estado futuro mejorado por el crecimiento? Sin duda uno que requiera más y más crecimiento.

La fe ciega en el progreso de la humanidad de los siglos XVII y XVIII estaba fundamentada en la creencia más profunda de un orden garantizado por Dios, que garantizaba a la vez el orden del mundo físico y del mundo moral. Son los fundamentos metafísicos que se buscaron en el siglo XVII para justificar el mecanicismo. Hoy podemos preguntarnos cuántos de aquellos que defienden a ultranza las virtudes del liberalismo económico aceptarían también de buen grado aquellos presupuestos metafísicos. El capitalismo consumista de hoy en día no hace referencia alguna al orden sobrenatural para justificar sus mecanismos, pero en sus cimientos sigue estando aquella metafísica que tenía como centro un dios creador benévolo y un ser humano situado en la cima de su creación, con carta blanca para hacer con la naturaleza lo que más le convenga. Sólo atendiendo a estos cimientos sobrenaturales se puede entender que no se acepten las consecuencias tan nocivas como evidentes del capitalismo descontrolado.

El pensamiento crítico ha denunciado siempre aquellas ideologías, creencias y mitos que llevaban a la gente a defender cosas la falsedad de las cuales es palpable. La posibilidad de que haya un crecimiento infinito en un sistema finito es una de esas cosas y, además, delata que hay cierta ingenuidad suicida en nuestra naturaleza.

El crecimiento perpetuo debe ser desenmascarado como el gran mito de nuestros tiempos. Los debates sobre la salida de la crisis económica actual demuestran como las recetas del crecimiento se han aplicado y se aplican de forma acrítica. No importa que sea la obsesión por la acumulación de riqueza lo que nos ha traído hasta aquí; no importan las evidencias climatológicas, demográficas, biológicas y sociológicas que nos muestran una imagen desoladora del futuro; lo único que importa ahora mismo a los economistas es "volver a la senda del crecimiento".


BIBLIOGRAFIA:

SALVADOR GINER, El futuro del capitalismo, Barcelona: península, 2010.
MICHEL ONFRAY,  Política de rebelde, Barcelona: Anagrama, 2011 (1997).
GONÇAL MAYOS,  La Il·lustració, Barcelona: Editorial UOC, 2006.
SALVI TURRÓ, Descartes. Del hermetismo a la nueva ciencia, Barcelona: Anthropos, 1985.
RAMON ALCOBERRO: “Model especulatiu, crisi i decreixement”,  http://www.alcoberro.info/planes/decreixement04.htm
DIEGO MANSILLA: “Georgescu-Roegen: La entropía y la economía”,
NICHOLAS GEORGESCU-ROEGEN: "Energy and Economic Myths" , Southern Economic Journal 41, no. 3, January 1975), http://www.jayhanson.us/page148.htm
[1] M. ONFRAY (2011), pp. 107-109.

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